10 Nov 2012

El 'boom', historia de una amistad literaria

Vargas Llosa, último superviviente de la generación que cambió la literatura hispanoamericana, rememora sus encuentros y desencuentros con los escritores del 'boom'




Borges era ese ciego sabio consagrado, maestro de maestros, Carpentier el intelectual afrancesado y enciclopédico, Fuentes un auténtico seductor de mujeres y hombres, Cortázar ese filósofo elocuente y entrañable, García Márquez el triunfador de la década... ¿Y Vargas Llosa? El niño bueno y trabajador infatigable se sumó a la lista de oro de la literatura hispanoamericana y llegó a lo más alto. Hoy es el último mohicano en activo de una extirpe histórica. 50 años después y convertido en adalid la derecha, el peruano rememora la amistad que unió a los miembros del boom y salda cuentas ideológicas contra los que no experimentaron su giro neoconservador. Y a pesar de todo, su discurso es fascinante y emotivo, como su obra. Solo a él se le puede perdonar tanto.

La palabra boom es un sonido onomatopéyico que se usa para referirse a una explosión. Cuando se emplea para definir el éxito de la literatura hispanoamericana en los años sesenta puede llevar a engaño, a pensar que obras maestras como La ciudad y los perros, Rayuela o Cien años de soledad surgieron de la nada, como un estallido de genialidad. “Nada más lejos de la realidad”, explicó Vargas Llosa durante la inauguración del congreso El canon del Boom en el salón de actos de la Casa de América. “Había grandes escritores publicando desde los años cuarenta. Pero el boom supuso el primer reconocimiento de que en nuestro continente había algo más que dictadores, revolucionarios y charros. Había talento”.

Nadie sabe cómo surgió la palabra 'boom'. En 1966 el chileno Luis Harss escribió el ensayo Los nuestros, y se atribuyó el término, pero el peruano se muestra escéptico: “Yo acabo de releer su obra y en ningún lado aparece esa palabra”. Para él, el boom fue mucho más que el éxito literario: “No fueron solamente los buenos libros que se escribieron, sino también esa hermosa amistad que se forjó entre los escritores al compartir anhelos, sueños y dar batalla común por la ficción, por la literatura por y la cultura”.

Las fotos reflejan la amistad que unió a los grandes mitos de las letras como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Solían reunirse en Barcelona, donde gracias a los editores Carlos Barral y Carmen Balcells muchos pudieron hacer su sueño realidadn y publicar sus novelas. Primero la amistad y la bohemia en Europa y más tarde los viajes a la Cuba revolucionaria y las peleas intelectuales y físicas, como la que en 1976 separó para siempre a Vargas Llosa y al Gabo. Se dice (y ninguno de los dos lo ha negado hasta ahora) que el peruano propinó un puñetazo al autor de Cien años de soledad, con el que se había distanciado por motivos ideológicos. Pero sus cercanos niegan que esta fuera la causa de la pelea y señalan un motivo más terrenal: parece ser que el colombiano intentó seducir a la esposa de Vargas Llosa.

A lo largo de su conferencia Vargas Llosa recordó su relación con Cortázar “aquel chico alto, espigado y fascinante”, Carlos Fuentes “un mujeriego nato” y su encuentro con Borges “que parecía haberlo leído todo”, pero mencionó muy por encima a García Márquez, su verdadero alter-ego izquierdista con el que nunca se reconcilió. De la amistad “mafiosa” como ellos mismos la definían, al odio irreconciliable que sigue alimentando la leyenda. Disputas que pertenecen al imaginario común de la historia del boom, como las peleas de Lorca, Dalí y Buñuel pertenecen a la generación del 27 o las de Lope, Quevedo y Góngora al siglo de oro español. La eterna lucha de egos entre genios.

El boom descubrió una literatura extraordinaria y desconocida y ayudó a que los escritores hispanoamericanos rompieran con el complejo de inferioridad y se atrevieran a ser universales: “Empezar a escribir es menos difícil de lo que era cuando nosotros nos descubrimos con una vocación literaria y teníamos alrededor un enorme páramo que nos quería apartar de nuestro sueño”.

¿Cuánto duró ese fenómeno? Vargas Llosa lo tiene claro: “Toda la exaltación, la amistad, el entusiasmo, la fraternidad… no duró más de diez años. Si hay que poner una fecha esa es el caso Padilla en 1971”. La fecha marcó un antes y un después para la revolución cubana y su relación con los intelectuales, que hasta entonces la habían apoyado de forma generalizada. El poeta homosexual cubano Herberto Padilla fue arrestado, acusado de cometer actividades subversivas contra el Gobierno de Fidel Castro y humillado públicamente en televisión. Casi todos los intelectuales latinoamericanos firmaron un manifiesto de repulsa. García Márquez se abstuvo. Cortázar matizó poco después su crítica y se reconcilió con el régimen. Vargas Llosa experimentó a partir de entonces un giro ideológico de 180% que le convirtió en uno de los intelectuales más beligerantes contra la Cuba revolucionaria.

“La política generó una enorme división entre los escritores y eso deshizo nuestros vínculos afectivos. Ya no pertenecíamos a una empresa común. A partir de entonces la empresa pasa a ser individual”, comentó Vargas Llosa al respecto. Pero de todo ello quedó una literatura que había abierto unas puertas que antes estaban cerradas y que promovió un estímulo muy bien aprovechado por los escritores de las generaciones posteriores. “Sin duda que sirvió para algo”, concluyó el Nobel “la literatura es la batalla contra lo que nos disgusta de la realidad. Nada ha contribuido tanto para abrirnos los ojos, para recordarnos que la vida está mal hecha y para hacer volar nuestros sueños y nuestros deseos”.


Los recuerdos de una generación brillante


París fue la ciudad en la que se producen los primeros encuentros entre los jóvenes escritores hispanoamericanos, cuando aún son principiantes idealistas para los que publicar un libro es el mayor sueño imaginable. El peruano lo cuenta con nostalgia: “Yo me formé leyendo a escritores norteamericanos y europeos. Crecí desconociendo casi todo lo que ocurría en la literatura de mis países vecinos. Solo conocía algunos escritores estrellas como Neruda. Pero hasta llegar a Europa no conocí a Borges y a otros genios”.

Julio Cortázar

Al primer escritor latinoamericano que conocí fue a Cortázar, en diciembre de 1958. Fui a cenar a casa de un compañero y me senté al lado de un muchacho delgadito que creí que era de mi edad. Me contó que había publicado un libro de cuentos. Y yo le conté que tenía un libro por publicar. Al final de la cena descubrí que ese joven era 22 años mayor que yo y se llamaba Julio Cortázar. Estaba con su mujer Aurora Cortázar. Hacían una pareja deslumbrante. Parecía que habían ensayado las conversaciones, por la elegancia y el humor con el que se hablaban…

Aprendí mucho de él, de su generosidad. Fue una de las primeras personas a las que mostré La ciudad y los perros e hizo comentarios muy generosos. Él se burlaba de los escritores pedantes pretenciosos y ampulosos. Escribía como hablaba, fingía la lengua de la calle maravillosamente. En esos años escribía Rayuela. Me sorprendió ver la facilidad con la que escribía una novela tan compleja. Decía “hoy día no se por donde irá mi libro”.
Ese Julio Cortázar experimentó una mutación absoluta unos años después. El primero era sumamente cortes y distante, cariñoso, entrañable y uno percibía que tenía una dimensión secreta. Vivía aislado de la política y las reuniones grandes. Le fascinaban las cosas raras y esotéricas (me llevó una vez a un congreso de brujas que me aburrió muchísimo pero que a él le fascinó). Era maravilloso ir con él a una exposición por la viveza de sus comentarios y sus emociones. No quería conocer a ningún político.

Creo que en algún momento Cortázar experimentó una revolución interior que cambió su personalidad. Empezó a hacerse público, se dejó crecer barbas rojas, empezó a interesarse por la política y se convirtió en un revolucionario de una enorme ingenuidad pero de enorme pureza. Fue inocente, auténtico… Nuestras diferencias políticas no afectaron nuestra amistad. Siempre mantuve mi cariño por él.


Jorge Luis Borges

Leyéndolo y releyéndolo pude librarme de las nociones de la literatura comprometida que había aprendido de Sartre. Leí a Borges como a escondidas, como quien peca. Pero esa admiración se impuso. En París trabajando como periodista entrevisté a Borges y me quedé muy impactado. Creo que solo hay dos personas que me impresionaron tanto. Pablo Neruda y él. Recuerdo la emoción que fue ver a esa figura tan frágil, en parte ciego y con esa extraordinaria información literaria. ¡Parecía haber leído todos los libros y retenerlos en la memoria! Recuerdo que le pregunté: ¿Qué es para usted la política? “Es una de la formas del tedio”, me dijo.
Borges deslumbró a los intelectuales franceses. Y a partir de entonces la literatura hispanoamericana empezó a verse con un respecto con el que jamás se había visto. En ese momento en Barcelona el editor Carlos Barral comenzaba a tender un puente a los escritores latinoamericanos. Allí se publicó mi novela La ciudad y los perros.


Carlos Fuentes

Carlos Fuentes había conseguido un éxito inusitado con La Región más transparente (1958). Ese gran fresco de la ciudad de México le dio gran popularidad y su siguiente novela, La muerte de Artemio Cruz, más aún. En el 62 pude entrevistarle en México. Estaba encima de una mesa zapateando, había bebido más tequila de la cuenta y me dio una imagen que nunca más se repitió porque él no era bebedor ni nada por el estilo. Era la imagen del triunfador, un mexicano cosmopolita, simpático y viajero (gracias a que su padre era diplomático). Era una fuente de información riquísima. Además era muy buen mozo, todas las mujeres caían en sus brazos. Era un seductor nato. Y un trabajador incansable, muy disciplinado, incansable. Cultivó todos los géneros y dejó una obra de inmensas proporciones.



Los cubanos: Carpentier, Cabrera Infante y Lezama Lima

Carpentier, había publicado una obra maestra en los años 40, El reino de este mundo, una de las obras más originales, ricas y difíciles. Nunca ha dejado de parecerme extraordinaria. Utiliza un lenguaje mítico y legendario que nos mete en la perspectiva de quien creía en esos mitos. En las antípodas de Cortázar, era un escritor de prosa engolada e intelectual pero tremendamente persuasiva y funcional.

José Lezama Lima publicó una novela excepcional y difícil, hermética y esotérica pero que compensaba el esfuerzo que costaba leerla, Paradiso. Era un personaje fascinante, gordo y lento.

También Guillermo Cabrera Infante escribió un libro magnífico, renovador y experimental, Tres tristes tigres. Uno de los libros eminentes de esos años.


Gabriel García Márquez

A García Márquez le conocí primero por carta. La incomunicación de los escritores latinoamericanos era enorme. Recibí una versión francesa de El coronel no tiene que lo escriba y me encantó, me pareció una maravilla de precisión de síntesis y pulcritud. Tuvimos una larguísima correspondencia e incluso planeamos escribir una novela a cuatro manos.
Lo conocí en Caracas en la celebración del premio Rómulo Gallegos. Había publicado Cien años de soledad y estaba aturdido con el éxito extraordinario de esta novela. Fue la primera obra del Boom que leyeron hasta las piedras. Por razones varias llegó a ser leída por todo el mundo. Una de las virtudes extraordinarias de ese libro es que tiene alimento para todo tipo de lectores. Se le puede dar una lectura muy fácil o muy rigurosa. De la noche a la mañana se encontró en el centro de una atención desbordante.

Nos conocimos en ese momento y hablamos de Carmen Balcells, tan importante como Barral para convertir a Barcelona en uno de los centros del Boom. Ella era su agente literaria y le había convencido de que dejara México y se fuera a vivir a Barcelona.

Poco después yo enseñaba literatura en Londres cuando llegó a Carmen Balcells y me dijo, hoy dejas la universidad y te vas a vivir a Barcelona. Y no pude negarme, a ella nadie puede llevarle la contraria (risas). Me fui allí y viví los cinco mejores años de mi vida. Con García Márquez y José Donoso fuimos los tres primeros escritores latinoamericanos en asentarnos en Barcelona. Fuentes y Cortázar solían ir mucho por allí, a visitarnos. Barcelona era la ciudad más abierta de España y por eso atrajo a muchos jóvenes escritores, como antes íbamos a Paris, porque era el lugar donde alguien podía triunfar.

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