15 Nov 2012

La dimensión desconocida

El punto entre la frontera y el desierto de Ciudad Juárez es una dimensión crepuscular, desconocida. ‘Huesos en el desierto’, Sergio González Rodríguez

La gente siempre comenta las pesadillas y los trastornos que deben sufrir quienes asisten a un crimen, un atentado o una matanza. No podemos ni imaginar la cantidad de personas que contemplan a diario escenas de ese tipo, ya sea por su oficio (bomberos, enfermeros, policías etc...) o por el lugar donde viven (desde Centroamérica al África subsahariana) y continúan su vida sin más reparo, porque no les queda otro remedio.

Siempre he creído que los fantasmas que acuden a nosotros cuando vemos la muerte son más un mito sacado del imaginario popular que una realidad. Los seres humanos somos mucho más resistentes (e insensibles) de lo que nos creemos. Pero claro, no es lo mismo ver un muerto, que una montaña de muertos, no es lo mismo asistir a un atentado, que vivir expuesto continuamente al horror.

Itinerario del horror

La primera vez que lo vi fue en 1991. Tenía 8 años. Mi madre me acompañaba al colegio cuando un coche explotó por los aires en la acera de enfrente. La onda expansiva casi nos tira al suelo. Cuando el humo cesó, vi a una niña arrastrándose por el suelo con lo que le quedaba de piernas carbonizadas. Era Irene Villa, tenía 12 años. No recuerdo haber visto nada similar hasta mi viaje a Ecuador en 2006, cuando participé en un proyecto de voluntariado con chicos callejeros. Mi primer día allí, en la puerta de la escuela donde iba a vivir, vi a un chico de unos 14 años convulsionar hasta la muerte. Tenía un cuchillo clavado en la sien y echaba espuma por la boca. Durante los meses siguientes en Quito, me atracaron a punta de pistola dos veces y en la selvática frontera colombiana asistí a un tiroteo y una bala perdida destrozó los cristales del autobús donde viajaba. Unos años después, viviendo en México, vi algunos cadáveres en la calle, pero nada comparable a mi experiencia ecuatoriana. Lo peor me sucedió una noche, mientras viajaba con mi novia en una destartalada furgoneta que atravesaba la selva oaxaqueña. Unos asaltadores apedrearon el vehículo para robarnos o secuestrarnos. No lo consiguieron por muy poco. Al año siguiente, viviendo en el Harlem, en pleno Manhattan, oí algún disparo y en Buenos Aires, asistí a alguna pelea a navajazos. Nada serio en realidad.

Ni la selva, ni los guetos, ni los arrabales latinoamericanos… la escena más terrible que he visto en mi vida fue en Madrid, una de las ciudades más seguras que conozco. Fue el 29 de agosto de 2011, el día de mi cumpleaños. Trabajaba en una piscina situada en el Cerro Almodóvar, una montaña árida en medio del páramo vallecano. Es una zona que colinda con el poblado chabolista de Valdemingómez, centro neurálgico del tráfico de droga y sede intocable del clan de los Gordos, una de las banda criminales más peligrosas de la capital, que según la prensa y la policía, ha sido desmantelada una docena de veces. Aquel día salí a correr a las nueve de la mañana y vi un cadáver semi-carbonizado tumbado boca arriba con los brazos y las piernas en posición de retorcerse en el aire, en una postura que congelaba el dolor y desesperación, como aquellos cuerpos calcinados de Pompeya que quedaron súbitamente engullidos por la lava del Vesubio. Tenía una pelota en la boca atada a la cabeza con una cinta.

En dos horas, llegó la policía y el forense, se llevaron el cuerpo y no se supo más del asunto. Nadie hizo preguntas y quien las hizo recibió una respuesta incongruente: el tipo se había suicidado. La policía se negaba a responder y el resto de testigos ponían una mueca de asco, como diciendo: “Coño, déjalo ya ¿no?”. Toda la gente que lo presenció, lo olvidó en el acto. Algunos incluso se pusieron a jugar al fútbol en un campo de tierra aledaño mientras llevaban el cadáver. Caminé por aquel lugar varias veces durante el resto del verano. Solo quedaba un trozo de tierra ennegrecida y restos de ropa chamuscada y ensangrentada. ¿Quién se suicida quemándose a sí mismo con una pelota de goma en la boca?

Aquel día tome conciencia de dos cosas. La primera es que incluso en Madrid ocurren salvajadas que no salen a la luz. Quién sabe cuántas. La segunda es que a mí sí me interesa saber quién hace esto y por qué. Y para averiguarlo, pienso, tendría que haber sido detective de homicidios... o periodista de investigación.

Decidí intentar algo que llevaba rumiando desde siempre: hacerme reportero. Por supuesto que investigar crímenes no era la causa principal de mi deseo. Desde niño he soñado con vivir viajando por el mundo, metiéndome en líos, denunciando injusticias y descubriendo historias fascinantes, primero como Tintín, después como Hemingway y como Orwell. Tenía y tengo en contra ser la persona más despistada, indiscreta y precipitada del mundo. Pero pensé que también tengo cosas a favor: soy callejero, un poco salvaje y bastante intuitivo con la gente (imprescindible para moverse en los bajos fondos). Y me encanta descubrir historias, vivirlas y contarlas.

Desde niño he sentido que la vida es un constante dilema entre la utopía y la cruda realidad. La incertidumbre de la aventura o el aburrimiento de la rutina. El riesgo o la seguridad. Vivir asentado... o como un detective salvaje: sin timón y en el delirio.

Nunca lo he dudado. Siempre que he tenido que tomar decisiones he optado por la aventura y el riesgo que implica adentrarse en una dimensión desconocida. Quizás llegue el momento en el que tenga que decidir en una situación vital que ponga en riesgo mi vida: ¿Salgo corriendo o me quedo y hago lo que tengo que hacer? Quizás me toque vivir una experiencia tan extrema que me lleve por delante. Si esto sucede tampoco tendré el remordimiento de haberme equivocado. Supongo que ciertas personas no tienen alternativa.

1 comment:

sopaspesadas said...

Valdemingomez ..... el infierno en vida