22 Nov 2012

VIVIR EN EL ALAMBRE




El “Balas” roba cobre, vende droga y vive como okupa en San Martin de la Vega. A falta de trabajo, vivir 'en el alambre' la única forma que conoce para ganarse la vida. Le acompañamos en su jornada delictiva


Me llaman el Balas por lo nervioso que soy, por la forma de moverme, porque nunca me he acojonado de nadie, porque si he tenido que pegarme con los mayores o con quien fuera lo he hecho. He recibido más hostias de las que he dado, lo reconozco. Pero nunca he huido, nunca he dejado que nadie me vea correr. Cuando me he enfrentado a alguien más fuerte que yo, le he mordido un ojo o una oreja. Tampoco he sido un chivato, nunca. Eso es lo último. Si me he tenido que comer un marrón por defender a un amigo lo he hecho. Quien me conoce lo sabe.



Al volante del Ford Sierra robado está el Balas, de 26 años: “¡Primo termínate ya la litrona que llegamos!”. Le pasa la botella de Mahou a su compañero, apodado Chustas. Queda más de la mitad de cerveza, pero este empina el cristal decidido a bebérsela de un trago. Mientras bebe, un frenazo le impulsa hacia adelante mojándole la cara y el abrigo. “Mejor paramos aquí, para que no nos vean los maderos”, dice el Balas mientras su amigo se acuerda de sus muertos. Bajan en medio de un descampado, abren el maletero y sacan guantes, tenazas y una enorme bolsa de plástico transparente. Mirando a todos los lados se aproximan a la estación de Renfe del pueblo de San Martín de la Vega. El sol está cayendo. No hay ni un alma alrededor. La estación está abandonada desde abril de 2012, por falta de usuarios. “Perfecto para dar el palo y llevarnos el cobre”, dice el Balas, riendo a trompicones, como si tuviera hipo.



Se aproximan a una verja de alambre. En menos de un minuto han cortado un agujero circular de un metro de diámetro. Enrollan el cable hacia dentro para evitar rajarse y lo cruzan. Chustas aún lleva la litrona que no se pudo terminar. Suben por un terraplén hasta llegar al andén de la estación, desde el que se ve el pueblo y las carreteras limítrofes. San Martín de la Vega está a 31 kilómetros al sur de Madrid, tiene casi 20.000 habitantes, de los cuales 2.500 están en paro (un 15% más que en 2011).

La estación luce desamparada y polvorienta, pero hay rastros de actividad reciente: el suelo está lleno de cristales y de baldosas arrancadas, debajo de las cuales hay restos de cables cortados. “Me cago en los putos rumanos, se nos han adelantado”, maldice el Balas. “No importa”, añade el Chustas “tendrán que regenerar el cable para que el tendido eléctrico no se quede sin luz. Por ahora llevémonos lo que queda”.


Desde 2007 el cobre se ha convertido en un material muy codiciado debido al aumento de su precio (6 euros el kilo). Las bandas mafiosas lo roban del tendido eléctrico y dejan sin luz calles enteras, varios tramos de carretera, estaciones de tren y fábricas. El círculo es el siguiente: se corta el cable con guantes para evitar la electrocución, se pela la goma, se vende a un chatarrero, quien a su vez lo funde, lo recicla y lo vende a otra empresa (energética, eléctrica, ferroviaria, etc). Estas vuelven a fabricar el cable que vuelve a ser robado. Y así consecutivamente. Entre medias, compañías como Endesa sufren unos 300 robos al año y tienen hasta 5 millones de pérdidas. Las principales afectadas son Telefónica, la energética Endesa y las ferroviarias Cobra y Adif.

“Robar cobre es lo más seguro y lo más fácil. Porque si robas tiendas dejas rastro y te arriesgas, pero con el cobre nadie te ve ni dejas pistas”, razona el Balas. En el último año y medio la Policía Municipal de Madrid ha recuperado casi 20.000 kilos de este metal y ha detenido a más de 1.500 personas.


El Balas está cabreado, busca con la mirada algún lugar en el que quede cobre. Resopla, agarra costosamente una papelera metálica de un metro de altura y la lanza contra el cristal del ascensor de la estación. El estruendo resuena por toda la zona. El vidrio no se rompe pero se resquebraja. Al segundo intento lo consigue, el cristal cae a pedazos y el Balas entra en el interior. Se pone los guantes, agarra uno de los cables que hay dentro y tira con fuerza. Arranca un metro. Se quita el guante, toca el cobre con la mano desnuda y pega un alarido de dolor. “Tranqui tío que era broma, no hay luz”, dice con una risa ronca y dientuda, “un colega mío se quedo en el sitio por cortar un cable de estos”. A continuación lo corta con la tenaza.



Mientras arranca todos los cables del ascensor, el Chustas destapa las baldosas y canaletas que quedan tapadas y corta los restos de cobre que quedan. Toda la estación y los postes eléctricos aledaños están plagados de goma vacía. “Sus muertos. Agáchate, agáchate aquí en la vía”, dice de repente. Desde el andén se ve un coche de policía aproximarse, quizás alertado por el estruendo del cristal roto. “Si nos pillan aquí con todo esto destrozado nos joden vivos”. Los dos se ponen de rodillas y se esconden bajo el desnivel de las vías. El viento corre y empieza a oscurecer. Los policías pasean por la entrada de la estación. El Balas contiene la respiración. Tras cinco minutos los agentes se marchan.


Cuando terminan de cortar los restos de cobre regresan al coche con los cables enrollados en la bolsa de plástico. “Las chatarrerías me dan 6 euros por un kilo de cobre pelado. Si se lo entrego sin pelar me dan solo 2 euros. A mí me ven llegar, me conocen y no me piden ni el DNI. Me dicen, métete por detrás y negociamos”, explica Balas entre calada y calada. Las chatarrerías y desguaces consultados en San Martín de la Vega confirman los precios: 6 euros por un kilo de cable pelado de buena calidad. Un euro y medio por un kilo de cable sin pelar. “Nosotros somos legales” comenta el dueño de un desguace que no quiere ser identificado, “compramos cobre a otras chatarrerías más pequeñas. Si ellos lo han comprado a ladrones, es su problema, no el nuestro”. Todos los negocios consultados insisten en que la vigilancia policial les obliga a ser más rigurosos a la hora de comprar cobre: “Antes compraba 100 kilos a cualquiera, ahora procuro no comprar más de 20, y solo a conocidos”, afirma un empleado de Derichebourg, un desguace al por mayor. Todos culpan a las chatarrerías ilegales de la compra de cobre ilegal, pero nadie sabe donde están ni quieren dar más detalles.

“Vamos a vender un poquito de maría y os enseño mi keli”, dice el Balas. El Ford Sierra se dirige a El Quiñón, un barrio de 3.000 habitantes al oeste de San Martín de la Vega, donde uno de cada tres habitantes son inquilinos ilegales. Pero la mayoría de ellos no son okupas al uso, ni militantes de ningún movimiento reivindicativo, sino delincuentes que han sido expulsados del poblado ilegal de la Cañada Real, uno de los núcleos de venta de droga más grandes del sur de Europa, en el que se han detenido a más de 1.500 personas y se han incautado decenas de miles de kilos de cobre y drogas de todo tipo.

Los índices de delincuencia de Madrid reflejan una disminución de un 3% en los primeros seis meses del año, pero a costa del extrarradio: muchas de las bandas que vivían en los poblados chabolistas de la capital (como el Cerro de la Mica y Caño Roto) pasaron desde los años noventa a otros poblados del sureste (las Barranquillas, la Celsa y la Cañada Real) y ahora estos son a su vez expulsados a poblaciones aún más al sur; como San Martín de la Vega y Seseña. El problema sigue vivo, pero cada vez más lejos del centro. La alcaldesa de San Martín, Carmen Guijorro (del PP), advierte que se trata de una “okupación organizada” que aumenta debido al efecto llamada. El pasado 19 de octubre el PP anunció una intensificación policial en la zona y las consecuencias se palpan: a cada rato un coche patrulla pasa por las cercanías de El Quiñón.

Pese a su mala fama, el aspecto de El Quiñón no es demasiado imponente; una hilera de bloques de ladrillo grisáceo absolutamente corrientes, excepto por las pandillas de jóvenes camellos que patrullan las esquinas. En las calles de El Quiñón y Pintor Rafael Botí hay una media de dos viviendas okupadas por portal. “Cuando salgo de casa tengo que dejar la habitación y la tele encendidas” comenta un vecino de unos 30 años “porque sino se me mete gentuza aquí dentro, como les ha pasado a otros”.

“¿Balas loco, ¿que tal? ¿quién es este mierda?” le dice uno al ver a un desconocido con él. “Como te metas con mi amigo te inflo a hostias”, le advierte. Reparte dos bolsas de marihuana de tres gramos cada una y recibe 40 euros a cambio.

El Balas nos enseña la casa en la que vive de okupa, un chalet gris y elegante situado cerca de El Quiñón, pero en una calle de mucho más nivel adquisitivo. La pulcritud del conjunto contrasta con las ropas viejas de chándal que lleva su peculiar inquilino. El único elemento extraño es el cerrojo que ha sido arrancado y cambiado por otro viejo y oxidado. “¿Has visto que choza? Uno de esos niñatos al que llaman el cerrajero me la abrió por 200 euros” explica con su risa de hipo. En el barrio, los jóvenes de El Quiñón se encargan de abrir casas por unos 500 euros de media. “Después solo tienes que cambiar los fusibles para tener luz gratis y listo. ¡Ya tienes casa!”, cuenta mientras abre su puerta y la bloquea por dentro con una barra metálica.


El interior es muy amplio, tiene 200 metros cuadrados, seis habitaciones, tres cuartos de baño y un patio muy ancho que sirve de terraza. Luce fría, oscura y vacía, se respira desolación. Un sillón verde con bordados de hojas de marihuana, una estantería y una pequeña televisión son el único amueblado. El balas tiene hambre y ganas de fumar. Lo primero lo resuelve abriendo una bolsa de pan bimbo y comiéndose 10 rebanadas: “Esta mierda es lo que como todos los días”. Para lo segundo se muestra más sofisticado. En la planta de arriba de su casa tiene una plantación de 15 macetas de marihuana expuestas a la luz de un alógeno de 500 vatios. “La maría cultivada en interior sale mejor y cuesta hasta 9 pavos el gramo, la normal, unos 6 euros”, explica enseñando el polvo de polen que extrae de la hierba. Mientras se fuma el porro no cabe en sí de felicidad: De pronto se quita el jersey y hace una exhibición de golpes callejeros acompañados con gritos de Bruce Lee.


“Ahora ya no me meto en líos” cuenta “solo tengo problemas con unos camellos a los que robé la marihuana. Me están buscando para reventarme. Pero no tienen cojones a venir aquí”. Según acaba la frase se oye un golpe en la puerta, una pedrada que provoca eco en el interior. Si son ellos y consiguen entran a la casa, está acorralado. Pero Balas no se amedrenta: salta como un muelle, coge un cuchillo de la cocina y sale disparado a la puerta: “Hijos de puta os meto un tajo”. Unos chiquillos corren como locos por la calle. Solo era un aviso, parece. Pero suficiente para cambiar el semblante de un tipo duro. “No puedo dormir por las noches, me emparanoyo y a veces me despierto con depresión, preguntándome que estoy haciendo con mi vida”, reconoce con voz triste.

“En el mundo de la delincuencia no hay amigos. Si les debes dinero son capaces de matarte. Y si no te pillan a ti irán a por tu madre y le pegan un palizón delante de ti. Aquí descubrí la maldad de la gente. La gente es muy malvada. Y esta zona del sur de Madrid es lo peor que hay en el mundo”.

El efecto del porro y las litronas lo relaja poco a poco y comienza a rememorar su pasado y a sincerarse: El Balas con 10 años, flaco, nervioso y rápido como un disparo, el Balas robando los abrigos plumas a los niños pijos del instituto, el Balas reventando el cristal de una perfumería con una tapa de alcantarilla y saqueando el interior, el Balas tirando a una prostituta a patadas por un terraplén, pegando una paliza a un policía entre siete amigos, robando un coche y sintiendo la adrenalina de la persecución, durmiendo helado de frío en un calabozo, drogándose hasta el delirio, dando y recibiendo golpes sin rendirse.

El resultado es un tipo delgado y fibroso como un alambre, de rostro deformado por los golpes, dientes rotos, nariz torcida y pupilas dilatadas. Cuando deja un curriculum en una pizzería el encargado lo mira extrañado, como temiendo que vaya a atracarle.

"Yo con 10 años ya fumaba, robaba y me drogaba. Cuando era pequeño los jefes de las bandas nos pagaban para robar y vender droga. Se aprovechaban de los chiquillos y nos tenían acojonados. Me decían pégale una hostia a ese, sin venir a cuento. Y yo iba y me liaba a hostias con quien fuese sin ninguna razón. La gente me inculcó la maldad y cuando he querido cambiar nadie me ha creído. Caigo mejor cuando muestro mi peor cara. Lo único que ha cambiado es que ahora nadie se mete conmigo porque me tienen miedo. Ya no tengo amos, ahora no se atreve a darme ordenes ni Dios".

El Lazarillo vándalo sigue dedicándose a la picaresca, pero ahora él es su único amo. “Intento salir de todo esto y trabajar como uno más, pero nadie me contrata y con la crisis menos aún. No tengo ni para comer. Luego te das cuenta de lo fácil que es vender droga y cobre y entiendes que los jóvenes se dediquen a robar ¿Qué coño quieres que hagan?”.

Anochece en San Martín de la Vega. Es hora de vender la hierba y ese trabajo lo tiene que hacer solo. El Balas se despide en la puerta de su casa. Abraza a sus amigos, agradecido por la compañía. Se resiste a regresar a la fría soledad de su piso. Le convence un coche patrulla que entra por la calle. “¡Hostia los municipales!”. Se mete corriendo en su casa. Minutos antes, preguntado por la posibilidad de que le arresten se mostró firme y convencido: “A mí no me van a atrapar vivo”.

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